jueves, 13 de septiembre de 2007

EL "MOCHO"

© Ronald Castillo Florián
Para Mamilla

Esa tarde había salido a caminar a orillas del río para despejar la mente. Fue una tarde sin alegrías ni tristezas, simplemente una tarde como cualquier tarde donde los sentidos solo tenían ganas de descansar.
Estuve caminando sin rumbo contemplando estepas sin importarme nada a cambio. De pronto lo escuché, lanzaba un grito lastimero, de dolor, de hambre, de soledad, un grito que nunca antes había oído. Presuroso comencé a buscarlo entre los matorrales y no lograba hallarlo, el grito parecía que provenía de todas partes pues era tan aterrador que el universo lloraba junto a él.
Seguí buscándolo y al parecer nunca lo encontraría, me detuve un momento para concentrarme y dar con el lugar exacto del quejido pero nada, todo el lugar estaba lleno de dolor y cualquier parte emitía su llanto. Exhausto por la búsqueda me había dado por vencido cuando de repente, sin mediar llanto alguno, reinó el silencio. Me asusté pues creía que todo lo que había escuchado había sido producto de mi imaginación, pero para mi sorpresa después de esa leve soledad, entre el mato agreste y seco, salió él, débil, enjuto, mendigo. Me miró y como si me conociese, empezó su llanto triste, el más triste que había escuchado en mi vida, no pude contenerme que lloré con él. Me le acerqué con lágrimas a flor de piel, me le acerqué pues sentía que necesitaba de mí y que yo era su salvación. Cuando lo tuve cerca, su aspecto me horrorizó, me dio lástima y compasión, estaba muy flaco, hacía días que no comía, y para su mala suerte una herida le acompañaba, una herida que le supuraba dolor en cada instante, una herida mortal que algún maldito le había provocado.
Desde esa tarde y todas las tardes, a la misma hora, me dirigía al río para llevarle sus alimentos, desde esa tarde y todas las tardes mi vida se ató a su dolor queriéndole sanar sus heridas y calmarle su sed de paz. Desde esa tarde y todas las tardes, mi madre me miraba sospechosamente porque esa religiosidad de salir siempre a la misma hora le extrañaba tanto que no se pudo contener y me increpó a dónde iba siempre con el mismo ahínco y con una bolsa en la mano. No recuerdo que estratagema le inventé pero a mi parecer ello le había convencido.



II
Ya era mi rutina diaria visitarlo después de mi almuerzo, le llevaba su alimento y cariño para que no se sienta solo. Él vivía agradecido y me manifestaba su agradecimiento con una mirada tierna que no puedo explicar.
Un día, mi madre no se contuvo la curiosidad, y me siguió en secreto, yo estaba concentrado rogando que él no se haya ido pues me había demorado porque en casa tenía que terminar algunos deberes. Para mi suerte, él estaba ahí, había asistido a la cita y aunque serio al principio se alegró cuando me vio llegar y no pudo evitar sonreír. Le saludé como de costumbre, y empecé a servirle su alimento. Mientras almorzaba yo lo contemplaba y me sentía feliz de ayudarlo, entonces:

- ¡Con que por eso sales todas las tardes, con que por eso sacas alimento y vienes presuroso!

Di un brinco de susto y la reconocí, era mi madre que acababa de descubrir mi secreto.

- No te preocupes hijo –me dijo inmediatamente y tranquila- no te preocupes, esta bien lo que haces –diciendo eso se retiró.

Cuando regresé a mi casa, mi madre estaba en la sala leyendo un libro, no sé si me esperaba pero ahí estaba y me sentí en la obligación de explicarle todo. Ella me escuchó tranquilamente y no me reprendió por nada, me entendía y sabía de mi altruismo. Cuando ya todo estaba entendido me preguntó:

- ¡¿Y qué le pasó en la cola a ese pobre gato?!
- No lo sé –le respondí muy triste- no lo sé. Así lo encontré.
- Y cuál es su nombre –me volvió a preguntar-
- Tampoco lo sé.

Nuestro dialogo cambió de rumbo y mi madre a partir de esa conversación entendía mi salida diaria, hasta que un día, al ver que se pasaba la hora y que aún no preparaba el alimento para el gato, me dijo:

- ¡Hoy no le llevarás alimento para el “Mocho”!
- Sí - respondí enfáticamente- sí voy a llevarle
- Y por qué demoras tanto –me dijo preocupada-
- Porque estoy calentado su comida.

Desde aquel día el pobre gato que encontré a la ribera del río se le conoció como el “mocho”. Un gato triste, perdido, sin cola, pero alegre de tener un amigo como yo.